Jose María Robles
Gotham
City. Domingo 3 de noviembre. 4.30 de
la mañana. Oscuridad apenas rota por destellos de neón. Suena el
despertador en la ciudad que nunca duerme. Y menos hoy, día grande.
Todo preparado: cortavientos, mallas, zapatillas, iPhone sin
auriculares y a la calle después de un beso a Vero. Apenas un
plátano y tres galletas en el estómago camino del hotel de los
corredores de Marathinez. Allí aguarda el bus que lleva a la salida.
Imposible saber cuántas horas de entrenamiento quedan atrás. 45
minutos de trayecto fantasmal al costado de Times Square, Rockefeller
Center, el gigantesco Calvary Cemetery… Como entrar en el ‘cover’
de Los Soprano.
Staten
Island. Primeras luces del día. Cielo
gris y viento cabrón en el
campamento-sólo-para-corredores-y-casi-militar junto al puente
Verrazano. Allí donde dicen que hay que llegar al menos una vez en
la vida: el kilómetro cero de la meca mundial del running. A un lado
y a otro, la multitud con sus ilusiones y sus legañas. Por fin el
huracán ‘Sandy’, que obligó a la cancelación en 2012, es
historia. No sucede lo mismo con los atentados de Boston. Las medidas
de seguridad son casi intimidatorias. El dorsal ha de estar siempre a
la vista. También la bolsa transparente facilitada por la
organización para evitar la prohibidísima mochila. Sensación
glacial a la búsqueda de la zona de los corredores azules (primera
oleada). Dos horas todavía para arrancar. Más
tiritones. Hay quien combate el frío zampando: barritas energéticas,
sándwiches de mantequilla de cacahuete… Hiberno como un guiri más
en una de las atestadas tiendas de campaña. No hay sitio ni para
estirar las piernas.
Brooklyn. 8.45
h. La megafonía espabila y pone en alerta: es la hora límite para
llegar al corral asignado. Entro. En el suelo, una Portada de EL
MUNDO de tres días antes. ¡Qué casualidad! Click: foto. Última
visita al váter portátil. Nos movemos. Vuela la ropa que luego se
destinará a instituciones benéficas. Minutos en estático a la
intemperie que también se saborean. Imposible no entrar en calor con
el ‘Enter Sandman’ de Metallica. El alcalde Bloomberg habla a la
masa por última vez. Da las gracias. También la presidenta de la
organización. Suena el legendario ‘New York’ de Sinatra.
Mariposas en el estómago. Pistoletazo de salida. Un helicóptero de
la Policía vigila a ras los tres kilómetros del puente más
televisivo del planeta después del Golden Gate de San Francisco. Un
barco hace una arcada gigante de agua en honor a los participantes.
Mirar atrás da vértigo. Parece una estampida en un escenario
apocalíptico. El ritmo se acelera sin querer con la emoción… Un
hormiguero de gente y la primera banda de música dan la bienvenida
en tierra firme. A mi derecha pasa un mexicano disfrazado de indio,
con penacho de plumas incluido. Órale.
Williamsburg.
Impresionantes ejemplos de sacrificio y superación en mitad de la
marea humana. Como el anciano japonés en silla de ruedas al que me
acerco a animar: ‘Be brave’. Dos policías custodian cada cruce.
Sensación de normalidad. Ruido. Muchísimo ruido. Gritos de grandes
y pequeños: 2,5 millones de neoyorquinos en la calle. Lo más cerca
que un popular puede estar de la atmósfera de unos Juegos Olímpicos.
Gente de cualquier raza y procedencia con cacerolas, cencerros,
vuvuzelas. Grupos de rock. Blues. Música celta. Algún cartel
escrito con ironía a propósito del reciente cierre federal: ‘Run
better than the Government’. Ritmo en torno a los 4m30seg/km.
Terreno casi llano. Algunas avenidas parecen no acabar nunca. Evito
los primeros puntos de avituallamiento: demasiado pronto para mí.
Vero consigue localizarme al pasar junto a la Academia de Música. Un
milagro. Poco después asoma Bedford, epicentro ‘hispster’ y del
tiendeo ‘vintage’ en el que habíamos estado justo una semana
antes. Por primera vez en el recorrido se hace cierto silencio. Se
nota que es el territorio de los ultraortodoxos. Bebo el primer gel.
Queens.
Medio maratón completado: 1h37min. Asoma el puente Pulaski. A partir
de aquí todo se complica. Cambia el nivel. La subida se hace un poco
dura. Nada comparable a la subida al puente de Queensboro. Un
inesperado Angliru. Ya hay quien lo hace andando. Y queda una
eternidad para llegar a meta. La pendiente recuerda a la de los
campos donde jugaban Oliver y Benji: siempre para arriba sin que se
vea el otro lado. Aquí no hay público. Por espacio y por seguridad.
Sólo se oyen respiraciones entrecortadas y el repiqueteo de las
pisadas contra el asfalto. Instantes de recogimiento zen.
Manhattan.
El rugido sobrenatural del público saluda a los valientes en la
curva de bajada de Queensboro. Bienvenidos a la tierra prometida.
Ambiente eléctrico. La 1ª Avenida vibra como si desfilara JFK. O
unos héroes de guerra. Sientan bien el agua y el Gatorade, aunque
por momentos se hace difícil beber en vasito. Van pasando las calles
cada vez más despacio. Comienzan a pesar las piernas. Los 5min/km se
convierten en utópicos. Me doy cuenta de que he ido demasiado
rápido. Ahora toca pagar las consecuencias. Bebo un segundo gel.
Harlem.
Espero coros de música gospel. Un estallido de color a mitad de
camino entre Nueva Orleans y Senegal. Espontáneos que, como recoge
el programa oficial, sueltan a la más mínima: ‘Eh, tío, no he
dejado de hacer mis cosas para verte pasar andando’. Pero no hay
nada de eso. Cierta decepción. Tampoco veo el Yankee Stadium, a
pesar de que lo bordeamos. Menos mal que el día ha abierto un poco.
El sol mitiga el cansancio. Medio plátano a estas alturas sienta
taaan bien… Me detengo unos minutos para hidratarme. Pierdo tiempo
pero gano energía. Los músculos responden. Reemprendo la marcha.
Central
Park. El
oasis verde es una trampa. Abundan las deserciones temporales en
semejante sube-y-baja. El muro aparece. Freno y camino unos cuantos
minutos. Me acuerdo del último maratón en Madrid 2009. De esos
últimos kilómetros en la desangelada Casa de Campo. De lo duro que
es tenerlo tan cerca y andar justo de gasolina. De lo difícil que es
llegar hasta aquí. El trago de Coca-Cola que ofrece una señora en
una mesita de camping me devuelve a la vida. Hay menos espectadores
de lo que imaginaba. De nuevo, por motivos de seguridad. Vero repite
milagro y me encuentra al pasar frente al Hotel Plaza. ‘Te
quiero’ al aire. Penúltima recta. Los altavoces
de la línea de meta se convierten en el último estímulo. Como
todos, con cierta comicidad, me preparo para la foto. FINAL. Entro
relativamente entero. Sin calambres, mareos ni ganas de vomitar. Paro
el cronómetro: 3h41min. Los voluntarios reciben alternando
‘Congratulations’ y ‘Keep walking’ para que no se cree un
embudo. El instante simbólico de recibir la medalla es pura magia.
Va por vosotros. Por los Ave Fénix. Por
mis colegas del pueblo. Por mis compañeros del periódico. Por mi
familia. Por Vero. Recibo un plástico que en teoría funciona como
protector térmico. En teoría. Muerdo una manzana y bebo un último
gel. Hago unos mínimos estiramientos. Camino hacia el camión donde
espera la ropa seca. Está lejos. Los gemelos se vuelven ortopédicos.
Una vez cambiado, salir del parque tiene su miga. Los princiapales
accesos han sido cortados por la policía. Toca andar un ratito más.
Paso delante del Museo de Ciencias Naturales y salgo por fin cerca de
mi apartamento. 14.45 h. Besos, enhorabuenas y otra foto en las
escaleras de casa.
Upper
West Side. Ducha y a la cama, pero no a
dormir. Dos horas de relax rememorando la experiencia. Mensajes en
las redes sociales a los amigos: “Pudo ser mejor, pero tampoco
estamos para récords”. Ya lo había avisado en el bus Luis Hita,
patrón de Marathinez: “Disfrutar y olvidaos de hacer tiempo: aquí
no se viene a eso”. Cuánta razón… Salimos a la calle. En la
oscuridad de la media tarde los corredores siguen llegando. Las
medallas lucen en el cuello de los ‘finishers’. Incluso en los
vestidos de calle. La mía la llevo en el bolsillo, por pudor. Acabo
por sacarla. Cogemos el metro hasta Brooklyn para comer una de las
míticas pizzas de Grimaldi. Sabe a gloria. Último paseo junto al
puente. El ‘skyline’ nocturno es imponente. Click. Metro de
vuelta.
JFK
International Airport. Lunes 4 de
noviembre. Recorrido por Central Park antes de coger el avión. Soy
un robot con una cinta naranja al pescuezo. Como otros tantos con los
que me cruzo, incluso en la cola para facturar equipaje. La medalla
es una especie de segundo pasaporte: abre puertas con una sonrisa.
Ordeno mentalmente lo que quiero escribir durante las seis horas de
vuelo. Nueva York-Madrid-Marmolejo. Un trozo de trofeo también va
para allá..
La verdad que como nos has contado tu experiencia en la Maratón, por momentos me he visto disfrutando y sufriendo de tan dura carrera. Soñar con correr por sus calles es una de mis aspiraciones, y ver las fotos, los comentarios, como ya te dije, me da envidia sana. Gracias por plasmar como tú sabes tus vivencias y felicidades compañero , y lo dicho , te esperamos en tu tierra para salir a correr, o lo que surja !
ResponderEliminarJose, como dice Pedro, nos has contado tu experiencia de manera envidiable, ojalá y un dia pueda yo contarla como tu lo has hecho. Y si, tengo envidia sana, Enhorabuena!!!!!
ResponderEliminarGracias por compartir la experiencia con nosotros y enhorabuena!!
ResponderEliminarDe nada, un placer. Saludos a todos.
ResponderEliminarSiempre orgulloso de ti y de la proyección de tus sueños querido Rambert-Sacris
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